martes, 13 de octubre de 2009

Indignación

Por Ivanna Sol Barbagallo

Indignación. Ese estado alcancé ayer mientras veía el partido Racing-Boca Juniors, con los piedrazos que tiró la hinchada del primero en un corner al segundo. Vergüenza fue lo que sentí minutos más tarde cuando la misma hinchada gritaba cantos xenófobos contra su oponente. Las dos sensaciones se acrecentaron cuando vi un fragmento de un partido de fútbol de Holanda donde queda reflejado el respeto por el juego limpio que tienen en ese país. Un jugador se lesiona y un jugador del equipo contrario patea afuera de la cancha para que detener el partido. Al retomarlo, quien estaba lesionado saca un lateral y, con el afán de devolverle el balón a quien lo tenía antes de que el árbitro pitara, patea en dirección al arquero contrario y comete, sin querer, un gol. Ante los efectos, el equipo que marcó el tanto le deja al oponente que marque un tanto para ponerse en el marcador tal como estaban antes de parar el juego. Los invito a verlo…

La situación me hizo reflexionar varias cosas. En principio, no creo que la violencia provenga del fútbol, ni de ningún deporte, ni siquiera estimo que se derive de las hinchadas. Supongo que tiene que ver con una cuestión cultural, histórica, reflejada en nuestro actuar conjunto, en este caso en equipo, dentro o fuera de la cancha. La situación me hace pensar en que tenemos grandes falencias educativas (no en un sentido clasista). Tampoco lo digo desde una lógica etnocentrista sino respecto de nosotros mismos, quizás mirando hacia atrás. ¿Qué es lo que nos pasó que llegamos matar a alguien por encontrarlo en el equipo contrario de un espectáculo futbolístico? ¿Qué nos pasa cuando dejamos el respeto de lado y miramos al otro como un enemigo? En todo esto, hay un hilo que me permite desenredar la situación y comprenderla cuando lo sigo con la mirada. Miremos retrospectivamente...

Las estructuras sociales nos imponen límites que son ejercidos por las autoridades. Hace por lo menos cinco décadas la situación era distinta respecto de nuestra relación con ellas (radicalmente opuesta): en la familia –como el núcleo básico de la sociedad moderna- las autoridades, los padres, no se ponían en discusión. En consecuencia, caían a cada rato en actitudes autoritarias porque sus veredictos eran las únicas verdades admisibles. Lo mismo podía observarse en las escuelas, donde el maestro era el segundo padre, quien también ejercía modos represivos. Del mismo modo se correspondieron las personas sentadas en el aparato del Estado, que para implementar medidas recurrieron sistemáticamente a algún tipo de coerción. La historia la conocemos, culminó en el golpe de Estado de 1976, el punto álgido de violencia represiva que vivimos como sociedad, que filtró el terror más denso por las vetas capilares de la república. Progresivamente, comenzamos a refutar ese modo de autoridad excesiva, imponente y determinante. (Algunos) comprendimos que hay otras verdades, que quién recibe una orden puede tener un pensamiento propio y negarse o discutirla y promover un intercambio de ideas. Por fortuna, nos volvimos más laxos, nos flexibilizamos. Sin embargo, a veces parece que hoy como sociedad tenemos granos en la cara y nos está cambiando la voz. En la actitud por contradecir ese período oscuro, nos rebelamos ante nuestros padres, nos vamos de la casa dando un portazo. Los rechazamos porque nos avergüenzan en público y es porque estamos dejando atrás el niño, negándolo, vegetando la adolescencia. Quizás estemos atravesando una antítesis para alcanzar una síntesis final, que, en términos hegelianos, sería la negación de la negación (y a su vez la contención de ambas), es decir, la contradicción del adolescente rebelde ante un laissez faire que niega al niño con padres represores. Analicemos...

Todo lo vivimos con extrema intensidad: hoy, la autoridad en la casa está difusa, el niño habla y esboza su opinión sin importar el modo en que lo dice -claro que la responsabilidad no se le puede atribuir al menor-. También, vastos ejemplos de denigración a los maestros se desbordan de las escuelas (algunos videos los vimos en Internet). En las canchas, insultamos al referí cuando el resultado nos disgusta o apedreamos al contrincante cuando somos inferiores y el gobierno es incapaz de generar medidas sin parecer autoritario frente a la opinión pública. Ahora, cuando terminamos con aquella autoridad opresora y constrictora de las múltiples verdades que teníamos que mostrar como la sociedad plural que somos, es cuando menos respeto le tenemos a lo que construimos ¿Por qué no podemos aprovechar la libertad que supimos conquistar como nación -o en mi caso, que heredamos-? Quizás suceda por la sensibilidad extrema que nos quedó en la piel social de las crudas marcas que sembró aquel tipo de autoridad, que con inteligencia mantenemos presente. Lo malo del asunto, es que en éste intento por dejar de aceptar la violencia de arriba corremos el riesgo de convertirnos en nuestros propios tiranos, ya lo dijo Platón en República, todo exceso suele conducir al exceso contrario. Entonces, si nuestra democracia nace por la necesidad de libertad, no la viciemos en excesos lujuriosos de creer que cualquier actitud que nos surja responde a ella. Los actos de violencia colectiva que vivimos no son actos de rebeldía contra el sistema porque no hay lucha por convicción. Sin embargo, la democracia fue levantada con ideales con la intención de que rigiera y despejara del poder al autoritarismo.
Para poner un broche al asunto, creo que fue necesario y positivo pasar a esta etapa donde negamos el período previo pero que, a la vez, tiene costos muy altos si sólo actuamos por excesos (porque sólo perjudican al excesivo). Quizás, una moderación, una forma de saltar hacia una un equilibrio haga que los costos se paupericen. En este sentido considero que no podemos vivir sin un mínimo respeto a las estructuras democráticas reinantes, desde las instituciones formales hasta nuestras pautas sociales, porque son las que con esfuerzo “supimos conseguir”. Aquellas son nuestra creación: aceptarlas implica gozar de la liberación del menstruo golpista y hacernos cargo de los límites que ofrecen para nosotros mismos. Para que eso suceda, la única alternativa que encuentro es la educación como respuesta, que -insisto- no es como algunos creen una cuestión de clase.
Contacto: sadarim.miradas@gmail.com