Por Punto Final*
Polémico ha resultado el nombramiento del general Juan Miguel Fuente-Alba Poblete como nuevo comandante en jefe del ejército. Según la versión oficial, la presidenta de la República lo nombró después de un acucioso estudio de sus antecedentes. Descartarían toda implicación de Fuente-Alba en violaciones de los derechos humanos cometidas por la dictadura militar, período durante el cual hizo casi toda su carrera militar.
Sin embargo, la presidenta de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, Lorena Pizarro, ha denunciado que Fuente-Alba Poblete, cuando era subteniente del Regimiento Calama, en octubre de 1973, estuvo involucrado en la masacre de prisioneros cometida por la Caravana de la Muerte que encabezaba el general Sergio Arellano Stark. Esas declaraciones las sostiene también el abogado de derechos humanos Hugo Gutiérrez. El general Fuente-Alba señala que para la fecha del asesinato de 26 prisioneros políticos en Calama -el 19 de octubre de 1973-, él se encontraba en la mina de Chuquicamata, custodiando equipos de ese yacimiento cuprífero. Agrega que el actual juez instructor de la causa, Víctor Montiglio, ante el cual declaró en dos oportunidades en calidad de inculpado, lo dejó fuera de enjuiciamiento por no existir antecedentes en su contra.
El ministro Montiglio le extendió un certificado señalando que hasta ahora “no aparecen presunciones fundadas” para estimar que el oficial haya tenido participación como autor, cómplice o encubridor de la masacre. Existiría, por lo tanto, una virtual declaración de inocencia judicial. Sin embargo, hay tres declaraciones de militares que refutan a Fuente-Alba. Una es del brigadier (r) Pedro Espinoza, segundo jefe de la Dina, que tomó parte en la Caravana de la Muerte.
Su testimonio ha sido descalificado porque, se asegura, ha mentido varias veces. Una segunda declaración judicial es del teniente (r) Patricio Lapostol Arno. Sostiene que el subteniente Fuente-Alba estuvo presente en una tensa reunión que sostuvo en Calama con Marcelo Morén Brito, uno de los oficiales-verdugos de la Caravana de la Muerte. Morén habría reprochado a Lapostol la conducta de su padre, comandante del Regimiento Arica, que se negó a fusilar a unos prisioneros. La tercera declaración es del suboficial (r) Leopoldo Pérez Paredes en la causa por el desentierro de los cuerpos de los mártires (a fines de 1975) que fueron lanzados al mar. Esa operación la dirigió el teniente Miguel Trincado Araneda, llamado a retiro y sometido a proceso en diciembre de 2006, cuando -con el grado de general- se desempeñaba como comandante de la II División en la Región Metropolitana. Un documentado relato de estos antecedentes se encuentran en la nota del periodista Jorge Escalante en La Nación-Domingo (31/8/2008).
El caso del general Fuente-Alba induce a reflexión. Hay precedentes que indican que en materia de militares, asuntos que aparecían claros e indiscutibles, dejaron de serlo después. Ha sucedido con otros nombramientos de altos oficiales de las fuerzas armadas. Esto se relaciona con el “pacto de silencio” que rige entre los uniformados y que ha entorpecido la investigación de los crímenes de la dictadura. El hecho de haber sido Fuente-Alba un joven subteniente en 1973, no borra el hecho de que la mayor parte de su carrera militar transcurrió en el ejército comandado por Pinochet y su camarilla de asesinos y ladrones.
Fuente-Alba no pudo, al menos, dejar de tener noticias de los crímenes y atrocidades cometidos por sus camaradas de armas. Su silencio implica una evidente responsabilidad ética. Sin embargo, el mismo razonamiento debería aplicarse prácticamente a todos los mandos actuales del ejército, por lo menos hasta el grado de coronel, o incluso más abajo. Esta situación significa que en las fuerzas armadas existen elementos de peligrosidad latente que deberían ser afrontados con tacto pero también con firmeza, buscando formar una nueva mentalidad castrense que se inspire en valores democráticos y que permita a la sociedad avanzar sin amenazas hacia formas más profundas de igualdad y justicia social.
Es inquietante saber que Pinochet -con todos sus crímenes y enriquecimiento ilícito a cuestas- sigue siendo una figura emblemática y admirada en el ejército y en el conjunto de las fuerzas armadas. Esto sucede mientras el asesinato del ex comandante en jefe, general Carlos Prats González, y de su esposa, sigue impune.
Durante los 20 años de la democracia de baja intensidad que impera en Chile, las fuerzas armadas han sido intocables y son un tema tabú en el debate político. Ninguno de los candidatos presidenciales se ha atrevido a enfrentar el tema y a proponer una política que termine con privilegios, corruptelas y potenciales peligros antidemocráticos.
Las fuerzas armadas siguen siendo -tal como las dejó Pinochet- un estamento privilegiado de la sociedad, sometido a la doctrina de Seguridad Nacional levemente maquillada y repotenciada para la lucha “antiterrorista” que hoy propugna el Pentágono y que amenaza al continente desde las bases que instalará en Colombia.
Los privilegios de que gozan los militares chilenos son variados. Desde la discrecionalidad con que los altos mandos deciden la compra de armamentos (4.778 millones de dólares en 2008, según el Instituto de Investigaciones para la Paz, de Estocolmo) con los recursos que provienen de las ventas de cobre de Codelco, hasta sus regímenes especiales de previsión y salud. Aunque ese sistema previsional está quebrado, sigue funcionando gracias al aporte fiscal -pagado por todos los chilenos- a razón de más de 1.500 millones de dólares anuales. Los hospitales de cada rama de las fuerzas armadas y de Carabineros son los más modernos del país -como el nuevo Hospital Militar inaugurado en la comuna de La Reina-. Los uniformados gozan de todo tipo de asignaciones especiales que ya se las quisieran profesores y funcionarios públicos que gritan su pobreza en las calles. El Código de Justicia Militar les asegura una justicia propia que invariablemente los favorece.
Cada una de las ramas de las fuerzas armadas cuenta con patrimonio propio del que disponen como si lo hubieran adquirido con su trabajo y no gracias al financiamiento fiscal. El dispendio en el gasto militar facilita la corrupción, como se ha visto en el caso de los aviones Mirage y en la adquisición de los tanques Leopard. Los suicidios de conscriptos rara vez son investigados a fondo, y menos los crímenes como el de Pedro Soto Tapia o el del cabo Orlando Morales Pinto, este último para ocultar un desfalco en el Comando de Salud del ejército. Hizo falta la movilización y protesta para que el ejército se diera por enterado de los casos de radiación que afectaron a conscriptos que sirvieron en el centro nuclear de Lo Aguirre.
Tampoco se puede sostener razonablemente que las fuerzas armadas se hayan empleado a fondo para ayudar a la justicia en materia de violaciones de los derechos humanos. Esto alimenta las sospechas y suspicacias cuando se producen ascensos en los altos mandos. Con razón los ciudadanos se preguntan: ¿dónde estaba y qué hacía ese general o aquel almirante cuando la dictadura militar torturaba, asesinaba y hacía desaparecer prisioneros? ¿O es que los actuales comandantes en jefe fueron abnegados y pulcros oficiales, dedicados a su perfeccionamiento profesional y a la formación de contingentes en los cuarteles? ¿Fueron sólo oficiales de escritorios, polígonos y desfiles? ¿Nunca se enteraron de lo que hacían sus compañeros en la Dina, la CNI, la Dine, etc.?
Lamentablemente, el gobierno de la presidenta Bachelet, que por antecedentes familiares y profesionales pudo haber abordado con mayor autoridad el tema de las fuerzas armadas y su readecuación para servir a la Patria en democracia, ni siquiera intentó comenzar esa tarea que seguirá congelada durante el próximo gobierno, según nos prometen los candidatos que se disputan la Presidencia de la República.
*Editorial del quincenario político chileno Punto Final
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martes, 17 de noviembre de 2009
Chile: ¿Dónde estaba el general?
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