Por Juanjo Aguilera

Las cosas se complican más aún si intentamos enterarnos de los sucesos y lo que se nos ofrece a través de los medios son absurdas infografías, que muestran el exquisito e impactante diseño de las armas, o cuadros que detallan la magnificencia del alcance tecnológico de la época, sin contextualizarlos en el horror. Documentales televisivos, periódicos, enciclopedias del exterminio disfrazado de cultura general, a color y en dvd (todavía la segunda guerra sigue generando ganancias a grupos empresarios).
Resulta imposible comprender (o al menos aceptar) que hay asesinos en masa que el mundo civilizado no ubica en la categoría de genocidas. Antes y hoy, desde Roosevelt y Truman, con su carrera por alcanzar la primera explosión nuclear; hasta Bush, Blair y Aznar, sedientos de petróleo y gas desangrando Irak y Afganistán.
Como siempre, los intereses comerciales se disfrazaron de necesidades de autodefensa ante enemigos inhumanos. Los banqueros financiaban las guerras, a intereses que ponían a los pueblos a trabajar y endeudarse, para obtener ganancias abismales. Al fin y al cabo de eso se tratan todos los conflictos bélicos, de negocios resueltos a la fuerza.
Había una vez… un buen negocio
El 8 de diciembre de 1941, un día después del bombardeo japonés a Pearl Harbor, Franklin Delano Roosevelt ponía en escena su mejor actuación al afirmar que EE.UU. estaba “en paz” con Japón, y fue “repentina y deliberadamente atacado” por ese país.
La verdad es que desde 1922, fecha en que se impuso al Japón un acuerdo para limitar el crecimiento de su flota marítima, EEUU y Gran Bretaña intentaban impedir su desarrollo económico con presiones y trabas...
Con la clara intención de establecer la llamada Gran esfera de co-prosperidad del este de Asia, y a la vez con delirios imperialistas, en julio de 1941, Japón introdujo sus tropas en el sur de Indochina, territorio controlado por Francia hasta su caída ante Alemania, por lo que Estados Unidos decidió tomar represalias, las cuales consistieron en embargos comerciales y la reducción del suministro de petróleo al país en un 90%. Debido a estas sanciones, así como las impuestas por británicos y holandeses, el comercio exterior de Japón disminuyó en un 75 por ciento.
En este contexto, el 5 de noviembre el Emperador Hirohito decidió declarar la guerra a los Estados Unidos si no se levantaba el embargo petrolero para finales de mes. El 7 de diciembre la Primera flota japonesa lanzó un ataque aéreo sobre Pearl Harbor, por lo que al día siguiente, el Estados Unidos declaró la guerra a Japón como respuesta a la solicitud del presidente después del discurso de Franklin Roosevelt: "ayer, 7 de diciembre de 1941 -una fecha que pervivirá en la infamia- los Estados Unidos de América fueron atacados repentina y deliberadamente por las fuerzas aéreas y navales del Imperio de Japón".
El ataque a Pearl Harbor se llevó a cabo tan sólo un día después de que Roosevelt autorizara el proyecto secreto “Manhattan Engineering District” para producir bombas atómicas.
Un par de datos ilustrativos del contexto y el pensamiento de la época: la prensa norteamericana se refería a los japoneses como “simios en caqui”. Muchos estadounidenses, incluyendo a Roosevelt, descartaban a los orientales como pilotos de caza porque se presumía que todos eran “cortos de vista”.
Lamento decirte que Einstein…

El 2 de agosto de 1939, Albert Einstein dirigió una carta a Roosevelt, para ponerlo al tanto acerca las investigaciones realizadas por los científicos Enrico Fermi y Leó Szilárd, mediante las cuales el uranio podría convertirse en una nueva e importante fuente de energía. “Este nuevo fenómeno podría conducir a la fabricación de bombas y, aunque con menos certeza, es probable que con este procedimiento se pueda construir bombas de nuevo tipo y extremadamente potentes”, le escribía Einstein.
Roosevelt ordenó realizar el Proyecto Manhattan, puesto en manos del coronel de ingenieros militares Leslie Groves. Para dirigir la parte científica del Proyecto Maniatan se designó al científico Robert Oppenheimer. El italiano Enrico Fermi, premio Nobel de Física, creó el primer reactor experimental en la Universidad de Chicago. La Universidad de Harvard participó con la donación de un reactor. Trinity, como era llamada en código la ciudad secreta, base central del macabro proyecto, llegó a tener cuatro mil habitantes.
Cuando todo estuvo listo en julio de 1945. Hitler ya se había suicidado y Alemania se había rendido a principios de mayo. Los medios hablan, hoy en día, del horror de los científicos que trabajaron en el desarrollo de la bomba al saber que esta sería utilizada contra Japón… ¿construyeron un arma de destrucción masiva y no imaginaron que podría emplearse para matar a alguien?
La historia cuenta que hasta el general Dwight Eisenhower, comandante supremo en Europa, se pronunció contra las inminentes masacres de Hiroshima y Nagasaki. En verdad los argumentos fueron aceptados por una gran parte de la humanidad enceguecida y fanatizada, hacia alguno de los dos polos de la guerra, hipnotizada por la maquinaria camaleónica y perversa del poder. La excusa central para justificar la matanza convenció al mundo civilizado: “era necesario acortar la guerra para evitar que medio millón de soldados estadounidenses murieran durante la ocupación del territorio japonés”. No muchos fueron capaces (y hasta el día de hoy es así) de darse cuenta de que quienes morían pensando en sus ideales y en su pueblo lo hacían, en realidad, por la miseria y la rapiña criminal y genocida de quienes digitaban uno u otro frente.
Tanta fue la ceguera y el grado de criminalidad de los dirigentes de todos los estados involucrados, que luego de Hiroshima, sólo transcurrieron tres días para que se soltara la segunda bomba nuclear en Nagasaki y ocurriera otro asesinato en masa. Ni a un bando le alcanzó el tiempo para aceptar que tenía que rendirse (y frenaba la decisión para negociar y salvar intereses monárquicos y políticos), ni al otro la paciencia para esperar o ceder algún punto en la incondicionalidad de la capitulación exigida a los inminentes vencidos.
Rusia, para no perder una tajada de la torta, llegó a apurar una ofensiva en Manchuria después de la medianoche del 9 de agosto, y once horas antes de la última detonación atómica declaró oficialmente la guerra al Japón.
El genocidio I
El 6 de agosto de 1945, a las 8:36, hora local, fueron masacradas en Hiroshima de manera instantánea 70.000 personas sin distinción de género ni edad, e inmediatamente morirían más hasta superar las 250.000 víctimas registradas en la actualidad. Para tomar noción del estrago, alcanza con destacar que a los dos meses ya eran 140.000 las vidas perdidas. Es necesario explicar que por las consecuencias de la radiación se produjeron decesos en el momento y continuaron en el tiempo extendiéndose hasta nuestros días (sin evaluar otros daños físicos y psíquicos).
Asesinos

Dieciséis horas después del ataque el Presidente Truman anunciaba públicamente el uso de una bomba atómica desde su confortable puesto de mando. “Los japoneses -decía- comenzaron la guerra desde el aire en Pearl Harbor. Ahora les hemos devuelto el golpe multiplicado. Con esta bomba hemos añadido un nuevo y revolucionario incremento en destrucción a fin de aumentar el creciente poder de nuestras fuerzas armadas. En su forma actual, estas bombas se están produciendo. Incluso están en desarrollo otras más potentes. [...] Ahora estamos preparados para arrasar más rápida y completamente toda la fuerza productiva japonesa que se encuentre en cualquier ciudad. Vamos a destruir sus muelles, sus fábricas y sus comunicaciones. No nos engañemos, vamos a destruir completamente el poder de Japón para hacer la guerra. [...] El 26 de julio publicamos en Potsdam un ultimátum para evitar la destrucción total del pueblo japonés. Sus dirigentes rechazaron el ultimátum inmediatamente. Si no aceptan nuestras condiciones pueden esperar una lluvia de destrucción desde el aire como la que nunca se ha visto en esta tierra”.
El genocidio II

Rendición
En Japón el consejo de guerra aún insistía en defender sus cuatro condiciones para admitir la rendición del país. El Emperador ordenó notificar a los Aliados que aceptaría los términos de la rendición con una sola condición: que no se comprometiera ni exigiera ningún detrimento a la prerrogativa de su majestad como gobernante soberano. Hirohito afirmaba que la guerra continuaría si la kokutai (el sistema monárquico y político establecido) no se preservaba. Los aliados aceptaron e Hirohito grabó, el 14 de agosto, su anuncio de capitulación, que fue difundido en toda la nación el día siguiente. En su discurso decía que “el enemigo ha empezado a utilizar una bomba nueva y sumamente cruel, con un poder de destrucción incalculable y que acaba con la vida de muchos inocentes. Si continuásemos la lucha, sólo conseguiríamos el arrasamiento y el colapso de la nación japonesa, y eso conduciría a la total extinción de la civilización humana”.
Hibakusha
Las víctimas sobrevivientes de los bombardeos son llamadas hibakusha, una palabra que significa “persona bombardeada”. Hasta el año pasado, 243.692 hibakushas eran reconocidos por el gobierno japonés, la mayoría vive en su territorio. El Estado de ese país además asegura que en el presente el uno por ciento de dichos sobrevivientes padece alguna enfermedad generada por la radiación.
En las dos ciudades se actualizan todos los años los memoriales que llevan inscriptos los nombres de las víctimas. Las listas de los hibakusha que han muerto desde los bombardeos se completaban, en el anterior aniversario de la masacre, en 2008, con los nombres de más de 400.000 seres humanos, 258.310 en Hiroshima y 145.984 en Nagasaki.
Cuatrocientas mil personas, civiles en su inmensa mayoría, a cambio de quinientos mil soldados estadounidenses… el balance cerraba bien; aunque estos son sólo números (la gente ya no existe, claro).
Lo cierto es que todo ya es pasado, nadie quiso pero ocurrió y, como dijo Albert Einstein, "Condeno totalmente el recurso de la bomba atómica contra Japón, pero no pude hacer nada para impedirlo". Si no pudo él ¿quién hubiera podido?