Por Pedro Brieger

Nigeria es un paraíso para las petroleras. Los gobiernos militares y civiles que se sucedieron desde la independencia formal en 1960 garantizan que las empresas puedan hacer grandes negocios. Todos dependen de las empresas para enriquecerse y –a cambio- les garantizan que puedan funcionar con absoluta libertad y sin control del Estado sobre los efectos negativos que puedan causar al medio ambiente. La Shell explora en casi treinta países, sin embargo, se calcula que sólo en Nigeria se han producido un 40 por ciento de sus derrames contaminantes. Y si aparecen movimientos locales que intentan limitar la destrucción del medio ambiente, el poder militar de turno los reprime, tal cual sucedió en los noventa con un grupo liderado por el escritor Ken Saro-Wiwa que fue ejecutado en 1995 junto a ocho personas más.
Sus familiares comenzaron una demanda internacional contra la Shell en tribunales de Nueva York. Después de 14 años la empresa aceptó indemnizarlos con quince millones de dólares, reconociendo de hecho la relación entre ella y el gobierno militar de la época. Poca plata para una de las multinacionales más poderosas del planeta. A tono con la época en su página web de Nigeria la Shell parece más una ONG dedicada a proyectos educativos y ambientalistas que una petrolera. Los nigerianos seguramente se lo agradecen.